análisis literario el sistema educacional adventista VI

 ANÁLISIS LITERARIO EL SISTEMA EDUCACIONAL ADVENTISTA VI

Seguimos considerando la integración enseñanza y educación como imprescindible para un establecimiento adventista porque sólo así se puede producir una redención en un sentido amplio como lo entendieron algunos padres que eligieron educar aquí a sus hijos porque lo consideraban el mejor “reformatorio” existente en la zona de Chillán con gran enojo de algunos miembros del personal que lo consideraban un insulto y una visión distorsionada de lo que verdaderamente aquí ocurría.


No sé si fue al final del año 1970 o comienzos de 1971 cuando recibí un llamado para integrarnos como misioneros al CACH. La carta que me dirigieron era todo un “poema” y debió haber sido una señal de una característica muy importante en ese tiempo: la subordinación de la mujer al hombre: me daban trabajo siempre que me casara y a mi esposa sólo si me acompañaba en la aventura. Mi sueldo comparado con ella era diez puntos más alto y en cierta ocasión llegó a veinte y sólo se emparejó cuando estuvimos a punto de jubilar. La relación entre hombre y mujer era tal que cuando en 1975 vino mi hija  a alegrar profundamente mi existencia yo para decidir cómo la iba a educar transformé los versos del poema de Gabriela así “yo no quiero que a mi hija femenina me la vuelvan”


No sé que habrán pensado ustedes cuando mencioné que la institución se autosustentaba pero además de lo que normalmente se entiende por eso implicaba que las alumnas participaban mayoritariamente en las preparación de alimentos y sólo habían alumnos cuando la tarea se consideraba pesada. El aseo en el Hogar de señoritas y de las salas de clases lo realizaban las alumnas, los alumnos sólo hacían el aseo del hogar de varones y la mantención de jardines en el espacio exterior.


Donde la diferencia se notaba más claramente era en la lavandería allí era lavada y planchada toda la ropa de los alumnos y la de las alumnas sólo la de cama pero ellas tenían que encargarse de su ropa de uso personal.


La lavandería estaba en el subterráneo del hogar de señoritas y se accedía a el bajando una estrechísima escalera. Su acceso estaba prohibido a cualquier varón pues estaba más al sur del paralelo 24 (de él vamos a hablar más adelante) eso me recuerda que una vez se me ocurrió llegar hasta el porche del hogar de damas y como al verme todas las señoritas se pusieron a gritar PANTALONES, PANTALONES, no me quedó otra cosa que irme a mi casa, pararme frente al espejo y hacerme un concienzudo examen para ver en que me había convertido.


Cuando llegué al Colegio me entrevisté con el Director General quien me dio a conocer lo que implicaba ser misionero conversación que me tranquilizó porque ya me veía compartiendo con una tribu africana. Debía trabajar doce horas diarias, estar a disposición de la administración cuando se me requiriera y para lo que se me requiriera. Además implicaba una dedicación exclusiva. Ninguna de esas amenazas excepto la última (por lo demás estaba conforme con ella) 

se cumplió.

Lo único que me extrañó fue que mi primer alojamiento fuera la parte de atrás del Hogar de Señoritas, no por el lugar que era bastante extraño sino porque estaba más al sur del paralelo 24 y porque por nuestra pieza pasaban todas las cañería de la calefacción. A su lado estaba la caldera, es cierto que podía explotar, pero como yo estaba recién casado no me importó.


Sin embargo, este hecho influyó poderosamente en mí: me acostumbré a que lo primero que viera al salir de “casa” fuera a las señoritas y cuando terminaban mis actividades me iba a las gradas del hogar y allí me sentaba a ver el mundo pasar. En un momento dado con las herramientas conceptuales que poseía quise hacer un estudio sociológico pero lo consideré una profanación. Así que sólo me dedique a sonreír con una satisfacción profunda en el corazón.

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